
Por Juan Guillermo Gómez García Prof. Facultad de Comunicaciones y Filología, UdeA
Cada año, o qué sé cada cuánto tiempo, el profesor se ve forzado a llenar una especie de tarot burocrático quien llaman PTD. Es llenar un crucigrama o tablita de bingo sin la más mínima gana, llenar casillas y casillas de cualquier modo, improvisar actividades sacadas de la manga, para recordarle al profesor que lo importante no es llanamente dictar clases, atender a los estudiantes, escribir libros y artículos de libros, guiar tesis, hacer investigación, participar en Congresos, en una palabra, ser llanamente profesor universitario, sino lo contrario: satisfacer la morbosa compulsión de la burocracia central para ver en pantalla el mágico número 900 como por azar.
Cada semestre (o ¿es cada año?) padezco la pesadilla de abrir la pestaña para diligenciar el PTD. En 25 años no he logrado hacerlo por mí mismo y he tenido que recurrir a la buena voluntad y caridad de algún funcionario, amigo o colega, es decir, fastidiarlos para que se tomen un tiempito extra para lograr cumplir con esta absurda plataforma, a riesgo de que me envíen un mensaje de incumplimiento de mis funciones. Cada año lo hago el último instante, no por otra razón que lo considero una manera de violar mis derechos fundamentales de la libre enseñanza.
He padecido y siento el llenar el PTD como una absurda y vengativa manera en que la administración central obstruye la libre enseñanza, me arrebata el placer de dictar, preparar clases, el placer de escribir, investigar, contribuir al que el estudiante sea estudiante. Cada semestre siento una revoltura de estómago, no solo al pensar que debo diligenciar el PTD, sino una verdadera nausea incontenible cuando me muestran la plantilla en 0 horas que debo convertir, por obra de hechicería y maniobra, luego de que un ridículo cubo multicolor gira y gira ante mis ojos cansados, y redondear el 900 de la suerte. Tengo exactamente la sensación de haber asistido a una sesión de quimioterapia moral.
Nadie que tenga un dedo en la frente y le corra en las venas profesorales un chorro de sangre sano, puede tomar en serio el PTD. Este, en verdad, no sirve para un carajo. Es en verdad una P…TD invención ajena al sentido de la vida universitaria; una simple y llana venganza del administrador, con espíritu de inquisidor, contra el inerme profesor para hacerle sentir su peso muerto y vengativo. Creo debemos hacer una resistencia profesoral al PTD. Llanamente. Por nuestra salud moral, por nuestra libertad de cátedra.
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